El beso        

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                                 El beso

 

Era un día gris de invierno, las gaviotas huían de un mar embravecido buscando refugio en la costa. La única pareja parada en la playa, sin un simple paraguas que les resguardara de la intemperie se abrazaba con pasión. La excitación se iba extendiendo por las fibras sensibles de los dos cuerpos, ardientes de deseo. Un deseo acrecentado por los feromonas que desprendía la hembra mojada que llegaban hasta mí. Y esta hembra mojada había sido mía, al menos una vez, en esta misma playa.

No recordaba cuanto tiempo hacía pero parecía que había sido ayer cuando la había poseído. ¿Como medir el tiempo si el reloj de la vida no marcaba mi tiempo? El único testigo de este encuentro era yo, un testigo fortuito que había llegado hasta ella, que hubiera deseado que sus labios fueran míos. Un destello de lujuria asomó indiscreto en el fondo de mi alma. ¿Alma? No lo sé, pero yo lo podía sentir, ganando fuerza, una fuerza casi sobrenatural que todo lo puede....

Los seguí observando a cierta distancia, la que me permitía distinguirlos con nitidez, pese que a veces el agua y el viento desdibujaba mi visión. O era la fuerza del deseo lo que me nublaba la vista, hasta intentar borrar los recuerdos que iban acudiendo a mí, recuerdos de esos labios jugosos que me obsesionaron hasta la locura, sin importarme que esto me llevara a la muerte.

El sonido de sus voces me llegaba muy lejano, como ecos de suspiros en una noche de pasión. Yo necesitaba acercarme, comprobar que mi imaginación no me jugaba una mala pasada... que ella era ella, la mujer de mis deseos, de mis fantasías, de mi locura.

¿Habéis jugado alguna vez al juego del amor, como si este fuese una ruleta rusa y el que pierde muere? Yo si. Este es un juego peligroso que puede hacer perder hasta la razón. Una lucha de conciencias que busca un ganador, ese ganador fuerte, victorioso que puede vencer hasta la muerte. Pero yo había perdido ¿O No?

No hay nada más trágico que el desamor, esa batalla perdida, cuando no te queda nada por lo que luchar. ¿Como luchar por un imposible? Mi espíritu vencido en la contienda sigue obsesionado por esos labios y me grita: ¡Pedro, el amor todo lo puede!

Pero hoy sólo siento esa muerte en vida, que me inflige el castigo de ver lo prohibido, esa necesidad de esos labios que me son negados. Hoy, sólo me queda esconderme como un simple ladrón y escudriñar a hurtadillas para que el sabor de un beso me rozase un segundo.

Ella sacudió sus cabellos mojados con un movimiento sensual, estirando la garganta hacia atrás, y dispersando esos bucles que enmarcaban un rostro que recordaba perfecto. Sus manos jugaron a buscar a su pareja, como si este fuese un piano y estuviese interpretando la mejor melodía de amor. Acercó de nuevo su boca, como un ensayo de jazz y una sonrisa abierta iluminó de repente la noche. Parecía que un sortilegio emergía en la escena, un sortilegio de amor y deseo que encadenaría a una víctima hasta la eternidad.

Yo era el director musical de esta pieza, al menos en este momento. Había vivido multitud de partituras, algunas incompletas como la mía, por culpa de un destino malvado que con su crueldad había decidido finalizar prematuramente la mía. Era el protagonista que gritó de deseo, hasta que la vida se me escapaba, él que se refugió en la melodía del mar, subyugado por el canto de una sirena que quedó anclada en tierra.

Todos esos sonidos que me llegaban antes lejanos, penetraban ahora en mí con precisión y decidí que este era el mejor momento para intervenir, y mis pasos se dirigieron hacia ellos, primero despacio, luego mas rápidos y con firmeza.

 

           Pedro corrió como el viento, en busca de una víctima. Ellos lo miraron sin comprender lo que estaba sucediendo. Buscaron sus ojos en la oscuridad, que los envolvía con sus brazos crueles, junto a un viento que interpretaba un réquiem. Hicieron una pregunta muda, ya que no tenían a quien preguntar, pero sentían que la amenaza se cernía sobre ellos. Pero el instinto de supervivencia era muy fuerte, para este amor que acababa de nacer y cogidos de las manos emprendieron la huida adentrándose en las entrañas de la noche.

El tacón de ella se hundió en la arena, retorciendo sus frágiles tobillos. Los quitó, dejándolos atrás, acelerando ya suelta de su pareja que la había adelantado minutos antes. Ella corría y miraba atrás buscando a su perseguidor. Distinguió un aura, una energía que la paralizó. Su corazón retumbó poco después, cuando un rostro se fue dibujando, un rostro que maltrataba su conciencia. Un rostro que pertenecía al ayer, que quizás buscaba venganza. Un rostro que representaba la muerte.

- No-gritó ella al silencio, en un intento de borrar el horror que la embargaba.

Entonces la muchacha cambió de rumbo, dirigiéndose al mar que la llamaba insistente.

Pensó la chica que esta era la única salida y fue mojando sus pies descalzos, penetrando en el mar pese a la fuerza del oleaje que la empujaba hacía atrás. Ella seguía avanzando ya que sabía que esto era su salvación y con decisión iba ganando segundos a su perseguidor. Cuando sintió que el agua la iba cubriendo empezó a dar brazadas a pesar de la resaca que quería devolverla a la arena.

Él la contempló a distancia, desde la arena, como iba adentrándose en el mar y decidió no seguirla. El mar ya lo había matado una vez, y ahora tenía prohibido volver; sería su muerte definitiva ¿O fue el amor lo que le había matado? No, era imposible que la figura del amor y del deseo, la mujer que deseaba poseer, que deseaba amar hasta la eternidad, lo matara.

Pedro cambió de rumbo y decidió correr ahora detrás del muchacho, él que había abandonado a la chica a su suerte. Llegó un momento que podía sentir el calor que se desprendía del cuerpo imberbe, o era el miedo de ese cobarde que buscaba sobrevivir, lo que le iba llenando de energía.

En la carrera la música del mar y del viento fundiéndose, interpretaban notas que ya había escuchado anteriormente, en otra vida, no en esta y en su carrera iba recordando esa otra vida.

 

Pedro la besaba con lujuria, con el ardor que sentía su cuerpo juvenil, de hombre casi sin formar. Acababa de salir del conservatorio y había acudido a la cita con la mujer que amaba. En la playa poseyó aquel cuerpo de sirena, esa diosa símbolo del amor, con el sonido del mar cómo fondo y del viento que con sus embates embravecía su deseo.

La poseyó como nunca había sospechado que se pudiera poseer y el aroma afrodisíaco del sexo impregnó todos los sentidos. Se sentía el hombre más poderoso del mundo, el que manejaba las claves de su vida hasta que sintió un escozor ardiente en su corazón.

No sabía que es lo que sucedía, ni que se le escapaba la vida. No veía el líquido caliente que manchaba su camisa y que se iba fundiendo con el mar, que con un acto de amor sublime, el más sublime desde el inicio de los tiempos.

El mar lo recogió herido, herido de amor y muerte para devolverlo impoluto pero sin vida a esta tierra de sufrimientos y deseos. Su alma hoy corría buscando un cuerpo, para volver a sentir unos labios, como aquellos...

 

Lo alcanzó después de un tiempo corriendo, un tiempo sin medida. Ayer era hoy, y volvía a ser ayer para sin comprenderlo volver a ser hoy...Pero este hoy era de noche y seguía absorbiendo la oscuridad cohibiendo la luz del día.

Pedro lo asió firmemente, depositando un beso en esos labios fríos, hasta que su alma penetró en él, a pesar de que él se revolvía buscando defenderse, una lucha desigual. Pedro sabía que era más fuerte que él, y lo fue arrinconando, casi destruyendo para cobijar ese cuerpo que ahora también era suyo. Cuando finalizó se dio la vuelta, y desanduvo el camino del muchacho buscando a su amor que le llamaba desde la orilla.

- ¿Antonio, que pasó?

-  Nada, ¿que te pasó a ti? Echaste a correr hacia el mar. Pensé que te ibas a ahogar.

- No sé que me pasó. Sólo sé que tuve miedo.

- ¿Miedo?

- Si, no sé de que, no lo recuerdo.

Él la besó con ansia, como si le fuese la vida en ello. La volvió a poseer en la arena mojada como aquella otra vez, mientras escuchaba el mar, el viento tocando su partitura que lo llenaba de vida, y de vez en cuando, en su conciencia escuchaba la voz de Antonio pidiendo su libertad.